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El conductismo, en cualquiera de sus versiones, siempre me ha parecido algo extravagante. En su versión débil, el conductismo epistemológico, sostiene que si bien la mente puede existir, la psicología ha de centrarse exclusivamente en la conducta observable y renunciar per secula seculorum a hablar de la psique humana en términos mentales. Debido a que el concepto de mente no se antoja muy científico a nuestros instrumentos de observación habituales, y el principal método de análisis mental, la introspección, no es muy fiable, prescindimos radicalmente de él, y solo observamos la conducta. Esto, ya de primeras, se intuye como un total despropósito pues… ¿cómo explicar la conducta de una persona prescindiendo absolutamente de lo que ocurre dentro de su cabeza? Pero es más, está la versión fuerte, el conductismo ontológico, el cual no solo no permite estudiar lo mental, sino que sostiene sin ambages, que la mente no existe. Algunos autores afirmarán que la mente es un pseudoconcepto, como antes lo fueron el flogisto, el calórico o el éter. Cuando la ciencia avanzó, fue desechándolos. Así, cuando las neurociencias progresen, toda la conducta humana podrá explicarse en su totalidad sin tener que hablar, en absoluto, de la mente.

De primeras, ya digo, todo parece muy exagerado, muy forzado. Sin embargo, cuando lees que pensadores del calibre de Rudolf Carnap, Gilbert Ryle, Dan Dennett, o incluso el mismísimo Ludwig Wittgenstein, lo han defendido, la idea no puede ser tan mala. Bien, vamos a ver qué virtudes puede tener:

  1. Eliminar una idea de mente mitológica y pseudocientífica. Parece muy saludable extirpar de la práctica científica conceptos como «alma», «espíritu» o cualquier otra entidad «inmaterial, eterna e inmortal» que la tradición metafísica occidental ha usado continuamente.
  2. Prescindir de cualquier tipo de dualismo y de sus problemas. El conductismo ontológico es monista: solo existe la conducta observable, por lo que no hay que intentar explicar las, siempre controvertidas, relaciones entre mente y cuerpo. Así, para el conductista no hay ningún abismo ontológico entre la mente y el mundo (pues solo hay mundo), ni tampoco existe el escepticismo hacia las otras mentes (está en el mismo plano decir «Yo me siento triste» que «Él se siente triste»: ambas son conductas externas observables). El conductismo es radicalmente anticartesiano y al serlo se quita de todas sus dificultades.
  3. Se permite a la psicología ser independiente de las neurociencias. La conducta, y no el cerebro, es su objeto de estudio exclusivo. Así, la psicología puede ser una ciencia por derecho propio.

De acuerdo, ¿pero cómo soluciona el conductismo algo tan evidente como la causalidad mental? Si yo creo que va a llover y, en consecuencia, salgo a la calle con un paraguas, lo único que un conductista puede observar es mi salida a la calle con el paraguas ¿Cómo puede explicar el que yo cogiera el paraguas si no es apelando a mi creencia en que va a llover, algo que no es una conducta sino un pensamiento, algo tradicionalmente mental? Gilbert Ryle nos ofrece una solución: las creencias, deseos, etc. (lo que los filósofos llamamos actitudes proposicionales), son tan solo disposiciones conductuales, es decir, propensiones a realizar o no realizar una conducta. Por ejemplo, mi creencia en que va a llover queda definida como la disposición a realizar la conducta de coger un paraguas. Es una jugada maestra: todo lo que antes se consideraría como un contenido mental, pasa a ser definido exclusivamente en términos de conducta y, así, el conductismo sale airoso de lo que parecía ser su principal problema. Además, por si acaso nos encontráramos con la dificultad de explicar la variedad de conductas humanas que se dan ante la misma creencia (por ejemplo, mi creencia en que va a llover podría haber causado que yo cogiera un chubasquero en vez de un paraguas), Ryle nos habla de disposiciones conductuales de múltiples vías: una misma disposición puede manifestarse en diferentes conductas.

El segundo Wittgenstein hacía hincapié en el aspecto normativo de la disposición.  Mi creencia en que va a llover estipula qué conductas serían correctas o incorrectas. Si en vez de sacar un paraguas, salgo a la calle con una trompeta, evidentemente, habré ejecutado una conducta errónea. Muy interesantes son, al respecto, las consecuencias para la teoría de la verdad: que algo sea verdadero o falso no tiene nada que ver con ninguna adecuación de mis representaciones mentales a la realidad, ya que no existe ningún tipo de representación mental sensu stricto, sino en un ajuste entre mi conducta y la conducta correcta.  El debate, claro está, estará en determinar de dónde surge y quién determina qué es y qué no es correcto.

Bien, la propuesta es ingeniosa y tiene virtudes pero, sin embargo, sigue siendo terriblemente contraintuitiva ¿De verdad que no existe nada que podamos considerar mental? ¿De verdad que puede reducirse todo contenido mental, únicamente, a conducta? ¿De verdad que no tenemos mente? Hillary Putnam nos ofrece un sencillo experimento mental pare evidenciar lo difícil que se nos hace eliminar nuestra mente interior. Imaginemos un grupo de antiguos guerreros espartanos. Durante mucho tiempo se han entrenado en la habilidad de resistir el dolor sin realizar acción alguna más que la consecuente conducta verbal consistente en informar a los demás de que se siente dolor. Así, esos superespartanos, pueden ser gravemente heridos en combate pero no mostrarán más conducta de dolor que mover sus labios y decir «Me duele». Hasta aquí no hay ningún problema con el conductismo. El dolor seguiría siendo una disposición conductual a proferir una determinada conducta verbal. Putnam nos dice entonces que imaginemos a los super-superespartanos, una élite dentro de los superespartanos que, tras durísimos entrenamientos, habrían conseguido incluso eliminar cualquier necesidad de proferir palabra alguna para referirse al dolor. Los super-superespartanos serían tan duros que, a pesar de que les sacarán una muela sin anestesia, no mostrarían el más mínimo indicio externo de dolor. Y aquí sí que hay problemas para el conductismo: si no hay ni conducta externa observable ni propensión conductual alguna, no hay nada; sin embargo, nos parece evidente que los super-superespartanos sentirían dolor igual que cualquier otro ser humano. Ergo, la mente no es reductible a conducta.

El conductismo se parece a un zapatero que quiere meter un pie muy grande (la mente) en un zapato muy pequeño (la conducta), e intenta mil y un peripecias para que encaje pero nunca lo consigue. El conductismo es un nuevo ejemplo de la expresión intentar meter con calzador.

Ilustración de Emmanuel MacConnell.

Uno de los argumentos más famosos contra el funcionalismo como teoría de la mente es el argumento del espectro invertido. Supongamos que tenemos a un individuo cuyo espectro de color con respecto al rojo y al verde están invertidos. Desde su nacimiento, él ve rojas las hojas de los árboles o el césped del parque, mientras que ve verde la sangre o las cerezas. Pero, curiosamente, cuando aprendió los colores no tuvo ningún problema. Cuando le enseñaron un muñeco de Elmo y le dijeron que era rojo, aunque él lo veía verde, aprendió a llamarlo «rojo». Así, todos los objetos que veía verdes los llamó «rojos» y viceversa, no teniendo ningún problema para desenvolverse en el mundo. De hecho, este sujeto podría llegar a pasar absolutamente toda su vida viendo todo de forma invertida sin darse cuenta de que percibe de forma muy diferente a los demás.

¿Por qué este argumento pretende refutar el funcionalismo? Porque el funcionalismo define los estados mentales en términos funcionales, es decir, por tener un rol causal entre entradas sensoriales y salidas conductuales. Si decimos que el quale (la cualidad subjetiva) de la sensación del color no tiene ninguna incidencia en el comportamiento (no cumple ninguna función) y, a su vez, mantenemos que el quale es una parte del estado mental, hay partes del estado mental que no se explican por su rol causal. Por lo tanto, el funcionalismo en su versión fuerte (el que sostiene que la definición de un estado mental se agota en su rol causal) sería falso.

Aparentemente, parece un argumento sólido y difícil de objetar. De hecho, para Putnam constituye una de las claras evidencias para desechar el funcionalismo. Tenemos múltiples intentos de rebatirlo en la obra de Dennett (en su «Quining Qualia» de 1988) o de Chalmers (véase todo el capítulo 7 de La Mente Consciente), y ha sido también muy estudiado por autores como Block (1990), Shoemaker (1982), Cole (1990) o Harman (1990). A mi juicio, ninguno ha conseguido refutarlo contundentemente.

No obstante, susodicho argumento no derriba una versión débil del funcionalismo que podríamos definir, a vote pronto, como aquel que defiende que los qualia tienen funciones, aunque la explicación funcional no agote todo lo que es el quale. Los colores tienen una evidente función: la distinción y categorización de los objetos. Precisamente, el argumento del espectro invertido funciona porque al cambiar el quale (el verde por el rojo o viceversa) no incidimos en la función: el sujeto puede seguir categorizando los objetos en clases sin ningún problema. Solo en el caso en que la inversión del espectro no fuera completa (el sujeto cambia solo algunos objetos de color) la función se vería alterada: aunque acertaría en algunos casos, en otros el sujeto diría que son verdes objetos que todo el mundo ve rojos, y viceversa. Entonces ¿Qué es lo que tienen los qualia que sí los hace funcionales? En el caso del color estaría la capacidad de generar contraste. Si, por ejemplo, nuestro espectro visual solo atendiera a una pequeña gama de tonos de verde, todos muy parecidos entre sí, nos sería muy difícil diferenciar objetos. Por el contrario, si pensamos en el rojo y en el verde, son dos colores que se diferencian paradigmáticamente bien. Así, vemos clara la función de, al menos, una cualidad fenoménica del quale.

No obstante, volvemos a subrayar, que algunas propiedades de los qualia sean funcionales no justifica la versión fuerte del funcionalismo: que todo en el qualia es función. Podríamos pensar en un individuo que viera todo en un espectro de tonalidades de gris, desde el blanco nuclear hasta el negro azabache, de modo que conservara la capacidad de generar contraste para ser funcionalmente operativo, pero que no viera ningún otro color (como ya ejemplificamos en este estupendo ejemplo de Olivers Sacks). De nuevo entonces surgiría la cuestión: ¿para qué la experiencia subjetiva de rojo, verde o azul?

Lo que sí se refuta aquí es el epifenomenalismo (en su versión fuerte): la tesis de que la consciencia es solo un residuo, un epifenómeno, de auténticas funciones, pero que carece por completo de función (que, extrañamente, según esta youtuber es la última palabra) . Nada más lejos de la realidad. He puesto el ejemplo del color porque es, filosóficamente hablando, más peliagudo; pero si ponemos otros ejemplos, la función del quale se ve muy clara. Si hablamos del dolor, su función es más que evidente. Sydney Shoemaker nos ofrece tres funciones de los qualia:

  1. Causar determinada conducta: «Sabe amargo, es posible que esté en mal estado. Lo escupo».
  2. Causar la creencia de que algo va mal en el organismo: «Me duele la muela, tendré una infección que he de curar».
  3. Causar la creencia cualitativa de que se está en un estado y no en otro: esta es la que hemos defendido hoy aquí. Me es muy útil diferenciar objetos por sus colores, al igual que me es útil diferenciar las cosas que me proporcionan placer de aquellas que me proporcionan dolor.

Las propiedades del quale sin función quizá deberían entenderse a la forma de las cualidades de los seres vivos sin función adaptativa, siguiendo el celebérrimo artículo de Gould y Lewontin (1979) sobre las pechinas de la catedral de San Marcos (del que ya hablamos aquí). Los qualia tienen propiedades funcionales pero también contienen elementos epifenoménicos (epifenomalismo versión débil), quizá necesarios a algún nivel para realizar tal función (igual que las pechinas de la cúpula de una catedral)  o, sencillamente, como un subproducto inevitable (igual que el ruido es un epifenómeno inevitable del funcionamiento normal de un motor de explosión).

Dado todo lo dicho, la postura filosófica más saludable parece la sugerida por Chalmers cuando habla de funcionalismo no reduccionistaY un programa de investigación, igualmente saludable, sería el de indagar más en las propiedades funcionales de las características fenoménicas de los qualia. Quizá se podría ir, progresivamente, arrinconando epifenómenos y mostrar que, verdaderamente, ver en colores verde y rojo sí que tiene algún tipo de función que, a día de hoy, no atinamos a encontrar.

brain_vat

¿Qué pasaría si encontráramos nuestro cerebro en una cubeta, conectado a un computador programado para hacer creer a dicho cerebro de que vive en el mundo real?

Descanse en paz, uno de los grandes de la segunda mitad del XX.

PD: absolutamente lamentable el nulo eco mediático en el mundo hispanoparlante de la noticia de su muerte el pasado 13 de marzo.

El funcionalismo es la postura filosófica de la actual psicología cognitiva. Por ende, también lo es de la mayoría de los ingenieros en Inteligencia Artificial. Es, por tanto, una postura compartida por gran parte de la comunidad científica dedicada al tema de la mente, el stablishment contemporáneo (donde más disidencias hay es entre los neurólogos y, como no podría ser de otra manera, entre los filósofos). Vamos a elaborar un pequeño análisis crítico viendo sus ventajas pero, sobre todo, los inconvenientes que hacen de esta posición algo inviable y subrayando como conclusión la disyuntiva entre abandonarla por completo o reparar algunas de sus partes.

Todo surge con el problema epistemológico de la mente. Si la psicología pretendía ser una disciplina científica, tenía que hacer de la mente un objeto de estudio claro y preciso, algo cuantificable, observable empíricamente. Como no podía, decidió hacer como si la mente no existiera. Eso es el conductismo: entender la psicología como la ciencia de la conducta (algo que sí puede observarse), por lo que intentó explicarlo todo mediante el binomio estímulo-respuesta (sin nada entre ellos). El fracaso fue rotundo, por lo que surgieron alternativas: una es la teoría de la identidad en sus distintas vertientes. Los defensores de la identidad sostienen que los estados mentales son idénticos a procesos neuronales. Un estado mental es exactamente lo mismo que una red neuronal concreta en funcionamiento. La virtud de esta perspectiva es que es perfectamente monista y materialista y casa a la perfección con los avances de las neurociencias. Además, su negación, parece absurda: ¿qué si no van a ser los pensamientos que sucesos neuroquímicos? Sin embargo, tiene dos problemas bastante graves:

1. Que sepamos, no hay nada en las reacciones físico-químicas de una red neuronal que pueda explicar, ni remotamente, un pensamiento o  una sensación. Las descargas eléctricas de los potenciales de acción que recorren los axones de las neuronas o las reacciones químicas que se dan en las sinapsis no son estados mentales.

2. Ponemos en problemas a los ingenieros de IA. Si un estado mental es idéntico a un estado neuronal, no es idéntico al proceso computacional que se da en un ordenador. Únicamente los seres con un sistema nervioso similar al humano podrían tener estados mentales. Las máquinas no.

HilaryPutnam

Y entonces llegó el funcionalismo, como una reacción al conductismo y como una solución a los problemas de la teoría de la identidad.  La clave está en definir los estados mentales como estados funcionales. ¿Qué quiere decir esto? Que un estado mental es siempre algo que causa un efecto o que es efecto de una causa, y se define exclusivamente por su función. Por ejemplo, un dolor de muelas es un estado mental porque es la causa de que yo me tome un analgésico. Uno de los fundadores del funcionalismo (si bien luego se retractó y se volvió muy crítico con su criatura) fue Hilary Putnam, quien entendió lo que era un estado mental a través de la tablatura de programa de una máquina de Turing. Este tipo de máquina, además de una definición de computabilidad, es un ordenador primitivo, una máquina capaz de hacer cálculos. Putnam afirmaba que las diversas órdenes que el programa da a la máquina son estados mentales (ya que tienen poderes causales). Esta concepción podría parecernos extraña a priori, pero soluciona un montón de problemas:

1. Para el funcionalismo, la relación entre estados físicos y mentales no es de equivalencia sino de superveniencia. Dos entes físicamente idénticos tienen los mismos poderes causales (realizan las mismas funciones), pero una misma función puede ser realizada por diferentes entes físicos. Dicho de otro modo: misma materia implica misma función pero misma función no implica misma materia. El funcionalismo con su superveniencia parece una gran idea: incluye la mente olvidada por el conductismo, salva la objeción de la teoría de la identidad hacia la Inteligencia Artificial, a la vez que no se lleva mal con la misma teoría de la identidad. Veamos eso más despacio:

a) El conductismo tenía un embarazoso problema con lo que llamamos estados intencionales o actitudes proposicionales (por ejemplo, las creencias o los deseos). Como prescindía de todo lo que no fuera conductual, no podía explicar el poder causal de una creencia. Por ejemplo, si yo creo que va a llover y por eso me pongo un chubasquero, una creencia causa mi conducta. Para el conductismo, como una conducta (respuesta) solo podía ser causada por otra conducta (estímulo) las creencias no podían causar nada, así que los conductistas no podían dar cuenta de algo tan sencillo y habitual como ponerse un chubasquero porque va a llover. El funcionalismo no tiene problemas con las creencias: una creencia es causa de un efecto, por lo tanto, es un estado mental.

b) El funcionalismo permite que los ingenieros de IA construyan máquinas con estados mentales. Siguiendo a Putnam, la orden que da un programa a un computador es un estado mental que puede ser idéntico al de un humano si cumple la misma función, a pesar de que el sistema físico que los genera es diferente (uno de silicio y otro de carbono). Es la gran virtud de la relación de superveniencia.

c) El funcionalismo permite cierta independencia a la psicología sobre la neurología. Como lo explica todo en términos funcionales, permite que no tengamos que hablar siempre en términos neuroquímicos. Por ejemplo, para explicar que la creencia de que llueva ha causado que me ponga un chubasquero, no es preciso que hable en términos de axones y dendritas. Puedo decir que la creencia causa mi conducta con funciones claramente adaptativas: si me mojo puedo ponerme enfermo y morir. Predecir el clima tiene una clara función adaptativa. Así, el funcionalismo se lleva fantásticamente bien con la psicología evolucionista, ya que ésta, igualmente, explica la mente en términos adaptativos, es decir, de funcionalidad biológica. Los funcionalistas permiten que la psicología pueda hablar en un lenguaje que no se reduce al fisicalista, lo cual es fantástico para los psicólogos, ya que no tienen que estar constantemente mirando por el microscopio y hablando de neuronas.

d) El funcionalismo es perfectamente compatible con la neurología. No tiene problema alguno en admitir que un estado mental es idéntico a un estado neuronal, sencillamente, puede hablar de él sin que la ciencia haya descubierto aún tal identidad. Podemos decir que la creencia en que va a llover causa que yo me ponga un chubasquero, aceptando que la creencia en que va llover es idéntica a un estado neuronal concreto y reconociendo que aún la neurología no ha descubierto tal estado neuronal. Incluso si la neurología descubriera cada correlato neural de todos nuestros estados mentales, el funcionalismo podría seguir hablando en términos funcionales sin contradicción alguna. Simplemente diría que mi creencia es un estado neuronal x que, igualmente, causa que yo me ponga mi chubasquero, lo cual tiene una función claramente adaptativa.

e) Incluso el funcionalismo no tiene ningún compromiso ontológico con el monismo materialista. Podríamos ser funcionalistas y dualistas. Un estado mental podría no ser algo material y tener, igualmente, poderes causales sobre mi conducta. Algunos dualistas que, por ejemplo, para explicar la mente se basan en la distinción informática entre hardware (base física) y software (programas), sosteniendo que mientras el hardware es material, el software no lo es, pueden ser perfectamente funcionalistas. Por el contrario, si un funcionalista quiere ser materialista, solo tiene que añadir otra condición a la tesis de que los estados mentales son funcionales, a saber, que toda relación causal es material, que una causa y un efecto siempre son dos entes materiales. ¡El funcionalismo vale para todos los gustos!

Comprobamos que el funcionalismo es una gran teoría debido a sus grandes ventajas. De aquí su éxito en la actualidad. Sin embargo, tiene dos serios problemas, a los que a día de hoy, nadie ha encontrado una solución satisfactoria:

1. El problema de la conciencia fenomenológica o de los qualia. El funcionalismo no puede explicar de ninguna manera el hecho de que tengamos sensaciones conscientes (sentience). Cuando me duelen las muelas y, debido a ello, me tomo un analgésico, siento conscientemente el dolor de muelas. Una computadora no siente ningún dolor cuando algo falla en su sistema, aunque lo detecte y tome medidas para repararlo. Una computadora, a pesar de que pudiese tener una conducta muy similar a la humana, no siente que hace lo que hace, no desea hacerlo, no se enfada ni se pone nerviosa cuando se equivoca… ¡Una máquina no es consciente de absolutamente nada! No poder dar cuenta de la distinción entre estados conscientes e inconscientes es un gravísimo problema del funcionalismo: ¿por que la selección natural ha gastado tantos recursos en hacer que sintamos cuando podría haber conseguido lo mismo generando organismos totalmente inconscientes? Es la objeción de los zombis de Chalmers ante la que el funcionalismo calla.

2. El problema semántico expuesto por John Searle.  Estamos ante el archiconocidísimo argumento de la caja china que no voy a entrar a explicar. La idea tiene como trasfondo el concepto de intencionalidad de Franz Brentano: los estados mentales tienen la cualidad de siempre referirse a algo que no son ellos mismos. Su contenido siempre es otra cosa diferente a ellos, siempre apuntan a otra cosa. En este sentido, los estados mentales son simbólicos. Si analizamos el funcionamiento de un ordenador, la máquina trata todo con lo que trabaja como objetos físicos y no como símbolos. Un computador que traduce del español al chino, no entiende realmente ninguno de los dos idiomas. Trata las palabras como objetos físicos que intercambia siguiendo unas pautas sin entender nada de lo que está haciendo. La conclusión de Searle es que las máquinas no tienen semántica sino tan solo sintaxis. Es un argumento bastante fuerte y aunque se han hecho muchos intentos de refutarlo, ninguno lo ha conseguido del todo.

FranzBrentano

No he conocido ninguna teoría que, ya desde su comienzo, no haya tenido serios problemas. El funcionalismo no es diferente, pero debe resultarnos chocante que el sustrato filosófico que hay debajo de la psicología actual más comúnmente aceptada por la comunidad científica sea deficiente. A mí no deja de resultarme difícil de digerir como conocidos científicos cometen errores garrafales por no tener ni idea de lo que están hablando cuando hablan de la mente. Entre otros, me refiero al popular Ray Kurzweil, el cual ignora completamente la filosofía de la mente a la vez que habla constantemente de temas por ella tratados (y además, tiene el atrevimiento de decir que muy pronto vamos a construir una mente indistinguible de la humana). Nos quedan dos alternativas: o lo abandonamos completamente y pensamos algo radicalmente nuevo (o volvemos a otras posturas más viejas), o intentamos arreglar los desperfectos. Hay algunos intentos: por un lado está el interesante materialismo anómalo de Donald Davidson o, el mismo David Chalmers de los zombis, quien intenta una especie de compatibilismo entre los qualia y el funcionalismo. Hablaremos de ellos otro día.

Hamlet

El fisicalismo, postura muy aceptada en los últimos tiempos, es una posición ontológica que sostiene que todo objeto existente es un objeto físico. Sin entrar en la innumerable cantidad de problemas que encierra definir «físico» o «material» (el materialismo y el fisicalismo se parecen mucho), el fisicalismo entiende que cualquier descripción de la realidad puede reducirse a una descripción de los procesos físicos que subyacen detrás de ella. Una obra de teatro, por ejemplo, podría explicarse en último término apelando a interacciones a nivel átomico y subatómico. Si toda la realidad es un compuesto de átomos (o de lo que sea que exista por debajo del nivel atómico), todo suceso comenzará por un acontecimiento atómico y terminará en otro de la misma naturaleza. La fantástica interpretación de Hamlet que acabo de contemplar puede explicarse solamente recurriendo a toda la compleja red de sucesos cuánticos que se dan en el brazo del actor principal mientras sujeta la calavera y todo lo demás que ocurre a ese mismo nivel mientras pronuncia «to be or not to be».

La primera objeción que viene a la mente es pensar que el lenguaje de la física parece insuficiente para explicar lo que realmente significa contemplar la obra de Hamlet en un teatro. La cantidad de sensaciones, sentimientos, reflexiones, ideas, posturas metafísicas, etc. que pueden surgir de contemplar tan fastuoso evento parece no quedar suficientemente explicada solo apelando a términos como «spin del electrón» , «fuerza nuclear débil», «cuanto de energía», etc. Da la impresión de que hace falta más lenguaje, más palabras que las estrictamente físicas para dar una descripción completa a lo que puede representar Hamlet. En una línea similar va la crítica de Putnam al fisicalismo:

Supongamos que tenemos un tablero con un agujero redondo de 6 pulgadas de diámetro. Intentamos pasar por el agujero una clavija cuadrada de 6 pulgadas de lado y no lo conseguimos ¿Cómo hemos de explicar el hecho de que la clavija no pase por el agujero? Putnam dice que el tamaño y la forma del agujero proporcionan la explicación obvia. Llamémoslas macropropiedades del sistema. Otra alternativa sería caracterizar la posición y otras propiedades de cada uno de los átomos de la clavija y del tablero ¿Explican estas micropropiedades por qué la clavija no pasa por el agujero?

Las macropropiedades supervienen a partir de las micropropiedades. La posición de los átomos del tablero y la clavija determinan las macroformas y tamaño, pero no a la inversa. Si las macropropiedades explican por qué no pasa la clavija por el agujeto, ¿explican también este hecho las micropropiedades? Putnam dice que no. La lista exhaustiva de micropropiedades aporta una gran cantidad de información irrelevante. La posición exacta de cada átomo no importa: la microhistoria no es explicativa, según Putnam, porque se refiere a hechos que no son esenciales.

[…] El argumento de Putnam descansa en el supuesto siguiente: si C no es necesario para la ocurrencia de E, entonces C no es relevante para explicar E. Putnan dice que la posición de los átomos es explicativamente irrelevante sobre la base de que la clavija tampoco habría pasado por el agujero aunque la organización de átomos hubiese sido distinta.»

Elliott Sober, Filosofía de la biología

Pero Putnam se equivoca. Hay que diferenciar que una explicación contenga una gran cantidad de explicación irrelevante o que sea larga y tediosa, con que una explicación sea válida en el sentido de explicar completamente (o de manera satisfactoria) un hecho. Cuando yo digo «He movido el brazo para coger la manzana» estoy explicando de una manera muy eficaz y económica un hecho. Si tuviera que explicar el mismo hecho a nivel cuántico, me llevaría siglos enumerar las millones de interacciones físicas que han ocurrido en mi cuerpo para que yo pudiera coger mi manzana. Sería una explicación aburrida en la que, además, habría un montón de información irrelevante: seguramente saber la posición de los electrones de todos los átomos de las fibras musculares de mi brazo no sirva de mucho ya que no tendrá mucha importancia para explicar el movimiento del brazo. Pero es que nadie ha dicho que la explicación fisicalista tenga que dar cuenta de todo lo que sucede a nivel físico para explicar algo. Aquí solo nos estamos preguntando si esta explicación es suficiente para explicar todo lo que hemos dicho en la frase «He movido mi brazo para coger la manzana». Y es que lo esencial de la explicación (el movimiento del brazo) sí que puede explicarse apelando únicamente a una serie de interacciones físicas (y no a todas). No entiendo porque Putnam parece sobreentender que la explicación fisicalista tenga que explicar absolutamente todas las micropropiedades para explicar una macropropiedad. Insisto en que la idea principal es que no hace falta explicar todo el movimiento de todas las moléculas de todos los objetos físicos que se ponen en juego cuando se interpeta Hamlet. El error consiste en pensar que la explicación fisicalista no resume, no va a procesos esenciales, es decir, en tener un mal concepto de lo que es una explicación.

Y es que si ponemos otro ejemplo lo veremos muy claro. Supongamos que tomo LSD. Para explicar mi conducta posterior a la ingesta parece que será esencial explicar las interacciones físicas que han tenido lugar entre mis receptores sinápticos y las moléculas de ácido lisérgico. En este caso la explicación micro explica sin irrelevancia alguna toda mi conducta a nivel macro.

Putnam no da en el clavo porque creo que el problema va en otra línea. La cuestión principal es: ¿Hay sucesos a nivel macro que no puedan ser explicados de ninguna manera apelando exclusivamente a los sucesos de nivel micro, es decir, al nivel al que opera la explicación fisicalista? Una primera cuestión que nos surge es por qué hay que explicarlo todo a este nivel: ¿qué tiene la física que no tengan la historia, la sociología o la biología para que su explicación tenga el privilegio de poder contener todas las demás explicaciones? La física lo explica todo a partir de movimientos de partículas, de fuerzas y energías que interaccionan con esas partículas. ¿Por qué una serie de conceptos aparentemente tan básicos pueden explicarlo todo? La respuesta es que la física es la ciencia con mayor éxito predictivo de todas y es que, de hecho, una ingente cantidad de sucesos macro se explican perfectamente desde el nivel físico. Esto constituye la razón por la que la física se haya erigido como la reina de las ciencias y pretenda explicarlo todo desde su particular óptica. Si hasta ahora hemos tenido mucho éxito haciendo las cosas así, ¿por qué no vamos a tener éxito adentrándonos en explicar áreas que no son genuinamente el campo de la física?

Pero supongamos que no puede, supongamos que hay propiedades a nivel macro que parecen resistirse mucho a la explicación micro. Esas propiedades se han denominado tradicionalmente como propiedades emergentes. Un ejemplo que suele citarse mucho es el de la digestión (o, a veces, la misma mente). El proceso digestivo obedece a la cooperación de un montón de procesos físicos muy diferentes (¿qué tiene que ver el proceso de la masticación con el proceso del metabolismo?), de tal manera que si solo apelamos a cada uno de ellos por separado, no podemos explicar el resultado final o global. Así, se alega que la digestión no es una propiedad estrictamente física ya que no puede definirse apelando a procesos físicos. Sin embargo, yo aquí no veo problema alguno pues, ¿por qué no podemos apelar al conjunto de todos los procesos físicos que forman parte de la digestión para definirla por muy diferentes que éstos sean? Si para mover mi brazo se dan un montón de procesos físicos a la vez… ¿diríamos que el resultado final, el movimiento del brazo, no es un proceso físico ya que no podemos explicarlo solo apelando a, por ejemplo, una única contracción de una fibra muscular del biceps? Se podría objetar: es que el conjunto de muchos procesos físicos no tiene por qué ser un proceso físico. Vale, pero, ¿qué más da? Podemos decir que el concepto «digestión» no es nada ontológicamente existente, sino que solo es una etiqueta para mencionar una serie de procesos físicos. No tenemos por qué recurrir a la existencia de entidades o explicaciones no físicas para poder hablar de la digestión. Pero no hace falta ni llegar a eso porque creo que es lícito decir que la digestión sí que tiene existencia ontológica como proceso físico. De modo inverso a como lo hemos dicho antes: que algo sea el conjunto de una serie de procesos físicos no hace que no sea un proceso físico también. Igual decimos cuando hablamos de un programa de ordenador. Los programas suelen estar constituidos por un montón de subprogramas a los que el programa general llama para que solucionen una serie de tareas concretas (se les suele llamar subrutinas). Windows está compuesto por muchos subprogramas…  ¿diríamos entonces que Windows es una propiedad emergente no explicable desde sus componentes? ¿Windows no es un programa por el hecho de estar compuesto por muchos programas?

Pero sigamos erre que erre. Supongamos que existen casos diferentes a la digestión de propiedades que no hay forma de explicar recurriendo a propieades microfísicas. Tenemos, de repente, una extraña propiedad que surge de un sistema físico pero que resulta muy extraña porque no hay forma de deducirla de nada de lo que sucede a nivel micro. De primeras, podríamos decir que el problema simplemente es que aún no conocemos suficientemente bien la naturaleza de esa propiedad o del nivel microfísico subyacente para poder explicarla. No obstante, esto sería un subterfugio y sí que dañaría la postura fisicalista, al menos hasta que pudiéramos encontrar la solución (sería recurrir a la falacia ad ignorantiam). Pero, de segundas, ¿qué razón hay para decir que esa propiedad emergente, a pesar de no ser explicable, no es también un proceso físico? ¿Qué tiene esa propiedad para que no pueda ser denominada física? Esa propiedad será algo parecido a las demás propiedades macro que yo observo habitualmente en el mundo y que sí puedo explicar en términos micro. Entonces, ¿qué tendrá ella que no tengan las otras propiedades macro para que no podamos decir que estamos ante algo no físico o no reductible a explicación fisicalista?

Invito a mis lectores a que traigan ejemplos de propiedades emergentes que no sean reductibles a propiedades físicas.

Desde que estaba en la facultad siempre me pareció atractivo el pragmatismo. Me parecía muy interesante su marcada postura antimetafísica que hacía a los pragmatistas prescindir del problemático concepto de verdad en su sentido trascendental, realista o esencialista (la verdad consiste en captar, abstraer, intuir una esencia o un universal absoluto) cambiándolo por el de utilidad. Así, una teoría científica no es más verdadera que otra rival en una carrera por alcanzar una supuesta verdad final sino, simplemente, tiene más éxito según una serie de parámetros que definimos previamente (más predictiva, más elegante, más acorde con nuestras creencias anteriores o más eficaz a la hora de solucionar un determinado problema). Así también nos quitamos de encima no sólo la verdad sino a molestos familiares suyos como la «verosimilitud» o la «aproximación progresiva a la verdad» que tantos quebraderos de cabeza dieron a Popper.  El pragmatismo es metafísicamente muy cómodo.

Además, las tesis ontológicas en las que se basa también son interesantes. No parte de un mundo de objetos, sustancias, propiedades o esencias sino que suele centrarse en una determinada teoría de la acción (por no decir que no tiene a priori compromiso ontológico alguno: la ontología elegida dependerá de su utilidad). Para el pragmatismo hay sucesos problemáticos que tenemos que solucionar y nuestras teorías son acciones, respuestas ante estos problemas. Nuestras teorías no son entidades extrañas (y ontológicamente muy problemáticas) que existen en el mundo de las ideas o en el mundo 3 de Popper, sino que son acciones (al igual que andamos o hablamos, teorizamos), instrumentos para solucionar problemas como si fueran destornilladores, martillos o alicates que sólo pueden ser descritas por su actuación a la hora de montar un armario.

Además, el pragmatismo parece la consecuencia lógica de la filosofía analítica ante el fracaso del verificacionismo del Círculo de Viena o del falsacionismo de Popper y la llegada del segundo Wittgenstein. El pragmatismo se lleva muy bien con las Investigaciones Filosóficas del vienés y su teoría de los juegos del lenguaje. El significado de una expresión lingüística no está en su referencia a la realidad, sino en su uso, en seguir las reglas de un determinado juego prefijadas culturalmente (o vitalmente, según el historiador de la filosofía que hable). El lenguaje se entiende en su actuación y no como algo abstracto o separado de la realidad ordinaria. Fieles seguidores suyos, Austin escribe Cómo hacer cosas con palabras o Searle Actos de habla. Los pensadores más populares de la última época analítica, como Putnam o Quine, serán pragmatistas.

Sin embargo, a pesar de sus virtudes, podemos ver ciertos problemas. Si cambiamos verdad por utilidad tenemos que tener en cuenta que algo que es útil es siempre «útil para», es decir, es un medio para conseguir un fin determinado. Entonces tenemos que explicar ese fin que queremos conseguir y si ese fin, de nuevo, lo definimos por su utilidad caemos en una regresión ad infinitum. Por ejemplo, un tenedor es útil para trinchar un filete pero debemos preguntarnos para qué queremos trinchar un filete. Es necesario cortar la cadena de utilidades en algo que sea un fin en sí mismo, algo deseable no por su utilidad sino porque sea bueno de por sí. Del mismo modo el pragmatismo puede tener consecuencias éticas muy peligrosas. Si partimos de la idea de que hay que bajar el índice de desempleo, la solución final de Himmler podría ser, pragmáticamente hablando, una solución muy eficiente.  Cuando leí la serie de conferencias de William James publicadas en Alianza bajo el título Pragmatismo quedé bastante decepcionado y no volví a plantearme esta corriente seriamente.

Empero, a día de hoy, comienza a interesarme de nuevo. Me gusta su perspectiva ontológica porque creo que sería posible salvar la tesis objetivista (que defiendo fuertemente) de que existe un mundo exterior diferente a mí y que no todas las teorías acerca de la realidad tienen la misma validez siendo relatos literarios o construcciones estrictamente culturales, sin caer en posturas realistas que tienen que apelar a la metafísica para subsistir (el realismo platónico). El pragmatismo postura una relación gnoseológica diferente con la realidad: conocer no es captar algo de lo real y meterlo en el entendimiento, no es un acto diferente, especial,  sino una forma más de interactuar con el mundo. Me parece una propuesta interesante. ¿Qué os parece?

Una versión muy actualizada de pragmatismo es el concepto de affordance de J.J. Gibson.

Un problema pesado se puede describir como la existencia de inducciones conflictivas. Aquí hay un ejemplo de Nelson Goodman: en la medida que yo sé, nadie que haya ingresado al Emerson Hall en la Universidad de Harvard ha sido capaz de hablar la lengua inuit (esquimal). Esta afirmación sugiere la inducción de que si alguien entra al Emerson Hall, luego él o ella no habla inuit. ¿Debo predecir que si Ukuk entra en el Emerson Hall, Ukuk no podrá hablar inuit nunca más? Obviamente no, pero ¿qué hay de erróneo en esta inducción?

Goodman responde que lo que anda mal con esta inferencia es que se halla en conflicto con la ley inductivamente sustentada y «mejor engranada», que dice que la gente no pierde su habilidad de hablar una lengua porque entre a un nuevo lugar. Pero ¿cómo puedo saber yo que esta ley tiene más instancias confirmatorias que la regularidad que dice que nadie que entra en el Emerson Hall habla inuit? ¿De nuevo a través del conocimiento de base?

De hecho, no creo que cuando yo era chico tuviera alguna idea de la frecuencia con que se hubieran confirmado regularidades en conflicto de ese ejemplo (conflictivas, en la medida en que una de ellas ha de fallar cuando Ukuk entre en el Emerson Hall); pero aun así yo sabía lo suficiente para no hacer la tonta inducción de que Ukuk dejaría de hablar inuit si entraba en un edificio (o en un país) donde nadie supiera hablar inuit.

Hilary Putnam en el artículo Mucho ruido por muy poco

Tres ideas:

1. Si tenemos una jerarquía de inducciones en la que la fuerza de unas anula a otras, habrá una o varias (quizá muchísimas) inducciones «base», en las que confiamos más que en todas las demás… ¿cuáles serían?

2. ¿Cómo sé que una inducción ha de estar por encima de otra? ¿Por una tercera inducción? ¿Y cómo sé que esa tercera estará por encima de las otras dos? Confiamos en unas más que en otras no por el número de casos que las confirmen (en el ejemplo de Goodman ambas tienen todos los casos a favor) sino… ¿por qué?

3. ¿Cómo y cuándo hemos aprendido que si entras en un nuevo lugar no pierdes tu competencia lingüística en un idioma dado?

Las dos posturas ontológicas que tradicionalmente han dominado la historia de la filosofía han sido, primero, el dualismo de propiedades (anteriormente conocido como dualismo platónico o cartesiano) y, luego, el materialismo, siendo esta última la que domina en los ambientes intelectuales de corte cientificista de la actualidad.

El dualismo, en la medida en que sostiene la total independencia e incomunicación entre la mente y el cuerpo, es una teoría absurda. Aunque no sepamos cómo nuestro cerebro genera estados mentales, ni sepamos qué relación hay entre uno y otros,  tenemos claro que existe una estrecha relación. Creo que no hace falta ni mencionar, por obvio, lo que ocurre con nuestros estados mentales cuando bebemos mucho alcohol o cuando nos anestesian.

Y con respecto al materialismo ya sabéis mi postura : creo que no sabemos lo suficientemente bien qué es la materia para enarbolar la proposición «Todo lo que existe es x, siendo x materia» , como subrayaba la crítica de Moulines al materialismo y que discutimos largamente en este blog. Además, el materialismo siempre ha tenido, y tendrá, el problema de la conciencia como bestia negra: ¿Cómo explicar la existencia de estados mentales que no son claramente definibles en términos materiales? Las estrategias pasan por negar la existencia de tales estados, bien directamente (Ryle, Dennett o Patricia Churchland), bien reduciéndolos a estados funcionales (Fodor y, al principio, Putnam) o, directamente, hacerlos idénticos a los estados neuronales (Smart); o de modo casi embarazoso, evitando hablar de ellos (el conductismo en general). Desgraciadamente para todos ellos, los estados mentales se resisten a ser reducidos y ninguna de las propuestas parece satisfactoria. ¿Qué hacer entonces? ¿Es que cabe otra alternativa a ser materialista o dualista? Pienso que sí.

Una de las aportaciones más famosas de Wittgenstein en sus Investigaciones Filosóficas es el concepto de «parecidos de familia».  Wittgenstein intenta definir qué es el lenguaje, pero se encuentra con una pluralidad de lenguajes diferentes (los que llamará juegos de lenguaje) a los que no encuentra una característica en común tal que nos sirva para la definición:

66. Considera, por ejemplo, los procesos que llamamos «juegos». Me refiero a los juegos de tablero, juegos de cartas, juegos de pelota, juegos de lucha, etc. ¿Qué hay de común a todos ellos? – No digas: «Tiene que haber algo común a ellos o no los llamaríamos juegos» – sino mira si hay algo común a todos ellos. – Pues si los miras no verás por cierto algo que sea común a todos, sino que verás semejanzas, parentescos y, por cierto, toda una serie de ellos. Como se ha dicho: ¡no pienses, sino mira! Mira, por ejemplo, los juegos de tablero con sus variados parentescos. Pasa ahora a los juegos de cartas: aquí encuentras muchas correspondencias con la primera clase, pero desaparecen muchos rasgos comunes y se presentan otros. Si ahora pasamos a los juegos de pelota, continúan manteniéndose carias cosas comunes pero muchas se pierden – ¿Son todos ellos entretenidos? Compara el ajedrez con las tres en raya. ¿O hay siempre un ganar o perder, o una competición entre los jugadores? Piensa en los solitarios. En los juegos de pelota hay ganar y perder; pero cuando un niño lanza la pelota a la pared y la recoge de nuevo, ese rasgo ha desaparecido. Mira qué papel juegan la habilidad y la suerte. Y cuán distinta es la habilidad en el ajedrez y la habilidad en el tenis. Piensa ahora en los juegos de corro: Aquí hay el elemento del entretenimiento, ¡pero cuántos de los otros rasgos característicos han desaparecido! Y podemos recorrer así los muchos otros grupos de juegos. Podemos ver cómo los parecidos surgen y desaparecen.

Y el resultado de este examen reza así: Vemos una complicada red de parecidos que se superponen y entrecruzan. Parecidos a gran escala y de detalle.

Cuando observamos la realidad, contemplamos una ingente cantidad de clases de «cosas» entre las que solamente encontramos parecidos, sin conseguir vislumbrar nada que todas ellas tengan en común de tal modo que podamos decir que en la realidad únicamente hay x (tal como erróneamente hace el materialismo) pues, ¿qué tendrían en común un átomo, un dolor de muelas, un teorema matemático, la velocidad, los tipos de interés, la batalla de San Quintín y la digestión? Algunas similitudes, parentescos… parecidos de familia:

67. No puedo caracterizar mejor esos parecidos que con la expresión «parecidos de familia»; pues es así como se superponen y entrecruzan los diversos parecidos que se dan entre los miembros de una familia: estatura, facciones, color de los ojos, andares, temperamento, etc., etc. – Y diré: los ‘juegos’ componen una familia.

¿A qué postura nos llevaría aplicar la teoría de parecidos de familia de Wittgenstein a la ontología? A un pluralismo ontológico (n-ismo de propiedades si se quiere): existe un sólo mundo (no necesitamos un mundo platónico dónde existen los teoremas matemáticos ni otro mundo para los estados mentales como pasa con Popper o Penrose) pero en él hay muchas propiedades diferentes tal que no podemos definir cuál sería la característica común a todas ellas. Como dice Searle:

Hay montones de propiedades en el mundo: electromagnéticas, económicas, geológicas, históricas, matemáticas, por decir algunas. De manera que si mi posición es un dualismo de propiedades, en realidad debería llamarse pluralismo de propiedades, n-ismo de propiedades, dejando abierto el valor de n. La distinción verdaderamente importante no es la que puede darse entre lo mental y lo físico, entre la mente y el cuerpo, sino la que puede darse entre aquellos rasgos del mundo que existen independientemente de los observadores – rasgos como la fuerza, la masa y la atracción gravitatoria – y aquellos rasgos que son dependientes de los observadores – como el dinero, la propiedad, el matrimonio y el gobierno -. El caso es que, aunque todas las propiedades dependientes del observador dependen de la conciencia para su existencia, la conciencia misma no es relativa al observador. La conciencia es un rasgo real e intrínseco de ciertos sistemas biológicos como el suyo y el mío».

John Searle, El misterio de la conciencia.

La mente, a pesar del materialismo, permanece irreductible a lo material. Sin embargo, no por ello hay que aceptar el dualismo. ¡Acepta el n-ismo de propiedades!